
DEBO CONFESARTE QUE MI VIDA FUE INFERNAL, QUE DESDE SIEMPRE LA IDEA DE LA MUERTE DE MIS ENFERMOS ME RESULTó INSOPORTABLE, SOBRE TODO CUANDO ESA MUERTE SE DESLIZA ENTRE LAS DOS GRANDES ALEGRíAS DE LA EXISTENCIA, LA DE SER JOVEN Y LA DE DAR LA VIDA.
IGNAZ SEMMELWEIS*
UN MISERABLE cortejo fúnebre avanzaba lentamente entre las enlodadas calles de
Budapest, una tarde gris de agosto de 1865. Lo encabezaba un ataúd con los restos de un hombre que, en vida, había sido escarnecido y difamado por sus superiores, sus compañeros, sus sucesores. Eran escasos los dolientes que acompañaban a Ignaz Semmelweis en ese, su último viaje. Procurando guarecerse de la lluvia, un hombre de edad mediana caminaba casi tocando los muros de las casas que se alineaban a ambos lados de la calleja. -Y pensar que no hay aquí ni una, ni una sola de las más de 8 500 pacientes que el doctor Semmelweis atendió y salvó en el curso de su vida profesional -se lamentó en voz baja el sujeto. -No podía ser de otra manera -repuso a su lado un joven médico, de levita raída-. Es natural que la gente sienta cierta repulsión en acudir al sepelio de un hombre que se quitó la vida con su propia mano. -¡Pero no! -terció un anciano, calvo y desdentado-. ¡El doctor Semmelweis no se suicidó! ¡Perdió la razón, y eso lo mató! -No es así. Semmelweis murió de la misma enfermedad que durante toda su vida combatió: se infectó de fiebre puerperal explicó pacientemente el primero que había hablado. Y allí mismo se trenzaron los tres, desentendiéndose del entierro, a discutir cuáles eran las verdaderas circunstancias que habían producido la muerte de Ignaz Philipp Semmelweis.De cero
En La busca de Averroes, Jorge Luis Borges narra las insalvables dificultades con las que se topa el filósofo musulmán para entender dos conceptos aristotélicos que se encuentran por completo fuera de su ámbito cultural: la comedia y la tragedia. De la misma manera nos encontramos perdidos cuando intentamos imaginarnos la situación de los médicos antes de conocerse el papel de los microorganismos como agentes causantes de los padecimientos infecciosos. En 1844, el médico de origen húngaro, Ignaz Semmelweis, era tocólogo en la Primera División de Maternidad del Hospital General de Viena, Austria. Y dicha División le causaba no pocos dolores de cabeza, ya que las parturientas que allí atendía sufrían con aterradora frecuencia de una enfermedad mortal: la fiebre puerperal. Semmelweis fue especialmente afortunado, pues en el mismo hospital existía por lo menos otro pabellón también dedicado a la atención ginecológica, la Segunda División. Seguramente, los tocólogos contemporáneos de Semmelweis se habían ya planteado el problema del origen y control de la fiebre puerperal, acicateados
Pistas falsas
Existían algunas diferencias curiosas entre ambos pabellones: la mayor parte de los procedimientos eran realizados en la Primera División por médicos y estudiantes de medicina, en tanto que la Segunda División era atendida por parteras; a consecuencia de la mala fama de la Primera División, la Segunda tenía mayor población de pacientes; en la Primera División, los auxilios espirituales ofrecidos a las moribundas implicaban la visita nocturna de un sacerdote que a su paso hacía sonar una tétrica campanita, en tanto que en la Segunda el sacerdote tenía acceso directo a la Enfermería. Con estos escasos elementos, Semmelweis empezó a trabajar. Haciendo gala de un espíritu científico verdaderamente encomiable, Semmelweis sometió a prueba cuanta hipótesis se le p
Kolletschka y los malos novelistas
Fue entonces cuando ocurrió un accidente que, irónicamente, resultó venturoso, pese a sus trágicas consecuencias. Un colega de Semmelweis, Kolletschka, fue herido en la mano por el escalpelo de uno de sus estudiantes durante una autopsia. Los médicos del Hospital General de Viena daban clases de anatomía y participaban en disecciones y necropsias, con ropa de calle y usando sus manos desnudas.
Mortalidad por fiebre puerperal en el Hospital General de Viena, antes y después del lavado de manos (1848)
Después, sin lavárselas, revisaban a sus pacientes y atendían partos. No era infrecuente que alguno comentara el desagradable olor a cadáver que permanecía en sus manos a lo largo del día. Dejar para un punto tan avanzado de mi relato una descripción de los hábitos educativos y laborales
que imperaban en el Hospital General de Viena hace que me sienta como los malos autores de novelas policiacas, que ocultan deliberadamente una pista que resultaría crucial para resolver el misterio. Para un lector del siglo XXI resulta evidente que un médico no diseca el cuerpo humano sin protegerse mediante barreras apropiadas. Pero eso no era tan evidente para los médicos del siglo XIX, que ignoraban la existencia de microorganismos productores de enfermedades. Si Kolletschka no hubiera enfermado (y muerto) poco después del accidente de un padecimiento muy parecido a la fiebre puerperal, y si Semmelweis no hubiera establecido una correlación entre la sintomatología de sus pacientes femeninas, la que presentó su colega, y el accidente, la Primera División de Maternidad del Hospital General de Viena se habría privado del honor de ser el primer servicio hospitalario del mundo en el que se estableciera rutinariamente el lavado de manos (¡con agua clorada!) antes y después del contacto con cada paciente. Quizá sea ocioso añadir que las tasas de fiebre puerperal en la Primera División durante 1848 fueron incluso más bajas que las de la Segunda.El final de Semmelweis
Tal vez fue el hecho de pertenecer a una minoría, la que no detentaba el poder en el imperio austro-húngaro, o quizá el atrevimiento de su revolucionaria hipótesis, el ca
El vencedor de la fiebre puerperal
Creo que no puede exagerarse la magnitud de la aportación efectuada por Ignaz Semmelweis: él no descubrió al agente etiológico de la fiebre puerperal, pero tuvo la capacidad de aceptar una variedad de hipótesis (incluso algunas que hoy nos parecerían pueriles), someterlas a prueba, establecer una relación causal legítima y finalmente incidir de manera efectiva sobre la realidad que había motivado su investigación. Hoy, todos los Comités de Control de Infecciones Intrahospitalarias recomiendan como la medida más barata y efectiva para abatir las infecciones nosocomiales el lavado de manos antes y después del contacto con cada paciente. Aunque ningún lavabo es un altar, y aunque el agua jabonosa no es aceite uncial, yo no puedo evitar honrar durante unos momentos la memoria de Ignaz Semmelweis, vencedor de la fiebre puerperal, cada vez que junto las manos para lavármelas.
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Gerardo Gálvez Correa estudió medicina en la Universidad La Salle. Actualmente ejerce su profesión en el estado de Colima.
